Uno, dos, tres… suena la música. Las luces dan al local un aspecto sórdido. Las mujeres giran sobre sus tacones y los hombres bailan a su antojo. Empieza el espectáculo.
Quedo completamente deslumbrada por los músicos. El grupo está formado por el trompetista, el saxofonista, el pianista y el contrabajista. Las notas que emiten sus instrumentos invaden mi cuerpo y lo obligan a bailar al compás de las melodías que resuenan por todo el bar.
Miro hacia el escenario, está iluminado por una tenue luz blanca. El jazz invade toda la sala y marca el ritmo que siguen los bailarines. Entra el camarero con el esperado whisky. Los clientes del bar se lanzan a por las copas y todo se convierte en un caos. La música queda silenciada por los gritos de la gente, pero aun así la oigo, fluyendo en el aire y acariciándome los oídos.
De repente, unos golpes silencian el local. La música para de sonar. Todo el mundo calla y escucha atento. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! La puerta cae y un policía irrumpe pitando con su ruidoso silbato. Los gritos invaden el bar y todos empiezan a correr hacia la puerta de salida. Yo corro a esconderme en el baño, dispuesta a esperar. Espero, espero, espero… los segundos se convierten en minutos y los minutos en horas. Cuando, por fin, no se oyen ruidos, salgo de mi escondrijo. El suelo está lleno de cristales rotos, las mesas han caído y no queda una sola alma en el lugar. Siento que me asfixio, necesito respirar, así que salgo a la calle y empiezo a caminar.
Los faros iluminan los paseos de mi querida ciudad. ¡Es tan bonita! Las calles están vacías, una suave brisa arrastra los restos del día que ha pasado y me besa en la cara. Yo únicamente disfruto del aire. Mientras voy caminando hacia el río Hudson, miro a mi alrededor y escucho. Aún puedo oír las sirenas de los coches de policía. Cuando llego a la mitad del puente de Brooklyn, me paro y me apoyo en la barandilla a mirar la ciudad que nunca duerme. Me quedo quieta y observo cada detalle de mi amada Nueva York.
Después de cruzar el puente llego a Brooklyn y me dirijo hacia mi piso y, mientras lo hago, me quito la cinta del pelo, me desenredo el interminable collar y enciendo un cigarro. Los ojos se me cierran por momentos y me los froto. Es tarde y ya está amaneciendo. De repente me doy cuenta de que todo el maquillaje se me ha corrido. A penas puedo llegar a casa, pero cuando lo hago me descalzo, dejo todas mis cosas en la mesa y me acuesto a dormir.
Me despierto a las doce del mediodía y me preparo un Bloody Mary, que me tomo acompañado de una lata de comida que encuentro en un armario mientras escucho a mis vecinos discutiendo, como siempre. Mientras me tomo mi desayuno, empiezo a adentrarme en mis pensamientos y empiezo a recordar… Me viene a la memoria el día que anuncié a mis padres que quería tocar en una banda de jazz y mis padres me miraron como si me hubiera vuelto loca. Recuerdo la reacción de mi padre: empezó a gritar y a maldecir, me señaló y me dijo que si le volvía a pedir una cosa semejante me iba a desheredar. Mi madre le miraba mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas pidiéndole que parara, que solo eran cosas de jóvenes. Sus ojos se movían entre mi padre, a quien miraba con preocupación, y yo, a quien miraba con tristeza. Para terminar, mi padre me amenazó con echarme de casa si volvía a deshonrarlo. No hizo falta, aquella misma noche preparé una maleta, cogí dinero de mi padre y me escapé. Nunca los he vuelto a ver. Cuando llegué a Nueva York, quise cambiar. Me corté el pelo imitando el nuevo estilo de moda, el bob cut. Poco después conocí a Jasper Smith, quien me llevó a clubes nocturnos y a fiestas de la alta sociedad. Un año después, nos casamos.
Mis pensamientos saltan a Jasper, me ha dejado una gran herencia. Hace poco que ha fallecido, en un accidente de coche. Desde entonces ya no conduzco, me trae malos recuerdos. De repente, me abruma una profunda tristeza y siento la necesidad de salir a la calle. Me visto con un vestido azul de tirantes, decorado con un enorme lazo negro atado a la cadera. Me siento en mi tocador, me perfilo las cejas, me pinto los ojos y tiño mis labios de color burdeos. Antes de salir, me pongo mi sombrero negro, con una blanca pluma en el lado derecho. Salgo por la puerta y me encamino hacia cualquier lugar.
Después de caminar largo y tendido, me paro enfrente de un cine. Está a punto de comenzar la próxima sesión La quimera del oro. Necesito evadirme de mis penas, así que resuelvo entrar.
La película trata sobre un vagabundo que emprende una valiente aventura para conseguir oro. Empiezo a pensar sobre el argumento y llego a la conclusión de que yo debo intentar cumplir mi sueño, tocar en una banda de jazz.
Por suerte, soy capaz de tocar el piano y de cantar, así que mi primera idea es pedir un empleo en algún local nocturno. El primer bar que se me ocurre es 55 Bar en Greenwich Village. Decido ir a casa a ensayar las piezas que voy a tocar en la audición. En llegar, lo primero que hago es llamar a la central, en cuanto me atienden, le pido a la operadora que pase la llamada al local y, así, pedir una entrevista con la banda de jazz. Procuro poner una voz seria para que me tomen serio y, sin querer, la voz que intento fingir suena más grave de lo usual. Da la casualidad de que necesitan un pianista y enseguida aceptan mi petición. La cita es mañana a las cuatro de la tarde. Tan pronto cuelgo el teléfono me pongo a practicar la canción que más me gusta.
He pasado toda la noche ensayando y he dormido apenas tres horas, pero me siento bien. Me preparo el desayuno y salgo a la terraza con el café y el pan con mermelada, me acomoda en la silla e intento disfrutar del momento de paz que me ofrece el día. Cuando me siento con fuerzas suficientes como para empezar a arreglarme, me levanto, entro en casa y empiezo a vestirme. Abro el vestidor que tengo y veo la ropa de Jasper, aun no la he quitado, pero me acerco a mi espacio. La ropa que escogí ayer es una falda de tablas blanca con una blusa blanca, cuya manga es de tres cuartos, que me pongo con un pañuelo azul atado al cuello. Termino de maquillarme a las tres y cuarto y salgo de casa un poco nerviosa.
Las piernas me tiemblan y casi no puedo andar, así que decido tomar un taxi. El conductor intenta tener una conversación conmigo, pero me siento tan desfallecida que casi no puedo decir palabra. Finalmente, el taxista se rinde y deja atrás cualquier intento de hablar. Media hora de silencio después, el taxi para delante de una puerta que conduce hasta un local oscuro, pero acogedor. Bajo del coche, el automóvil se va y me abandona a mi suerte.
El bar no es demasiado grande, me atrevería a decir que es más pequeño de lo usual, y es oscuro. La barra es larga y estrecha y al final del pasillo se encuentran las mesas y el escenario. Al fondo hay un hombre de gran tamaño y piel muy oscura. Desde lejos veo que me sonríe y empieza a acercarse con paso apresurado. Cuando se encuentra a un metro de mí comienza a hablar y me dice que el bar está cerrado y que debo marcharme. Cuando se sitúa justo en frente de mí, se para. Es un hombre imponente, sus brazos son musculosos y sus hombros son anchos, lleva el pelo muy corto y viste un traje blanco con una camisa negra. Después de otearlo, me decido a hablar y le contesto que soy la persona que venía a hacer la audición.
Su cara de sorpresa es indescriptible y, para disculparse, me dice que no se esperaba a una mujer. Después de treinta segundos completamente inmóvil, se presenta como Charles Blackwell, el dueño del bar. Me pregunta mi nombre y le respondo: “Abigail, Abigail Smith”. Muy amablemente se ofrece a acompañarme hasta el piano y yo, con un poco de recelo, acepto.
Cuando llego al piano, me siento. Charles Blackwell coge una silla y se sienta delante del instrumento, clavando sus castaños ojos en mí. De repente, me pregunta qué canción me gustaría interpretar y yo, con una gran sonrisa, le respondo poniendo mis dedos sobre el piano y empezando a tocar Ain’t Misbehavin’. Cuando termino la canción, se levanta, me mira con tristeza y me dice que, a pesar de mis habilidades como pianista, soy mujer y no voy a ser respetada por la banda.
Salgo del local con las lágrimas cayendo por mis mejillas y empiezo a caminar. Siento latir mi corazón dentro de mi pecho y solo quiero que pare. Giro en una esquina y me encuentro con un hombre que está tocando el clarinete. Me paro a escucharlo, no sé qué toca, pero me gusta. Antes de continuar caminando, le doy el billete que llevo en el bolso, creo que son veinte dólares. Cuando me dispongo a continuar mi camino, el músico me para y me dice que si tengo un sueño, debo luchar por conseguirlo. De camino a Brooklyn, pienso en la frase del hombre hasta que tomo una decisión, tal vez la más importante que he tomado en mi vida.
Cuando llego a casa, me quito el maquillaje de la cara, me meto en el baño, cojo las tijeras y me corto el pelo. Cuando termino, me lo peino hacia un lado y me miro en el espejo. Parezco un hombre. Después me dirijo al vestidor y me enfundo un corsé. Lo estrecho con todas mis fuerzas hasta que mi figura femenina queda completamente escondida. Más tarde, me visto con uno de los trajes de Jasper, me pongo uno de sus sombreros y salgo a la calle.
Vuelvo a tomar un taxi hacia 55 Bar. Cuando llego, aun no ha empezado la función. Entro en el local con la actitud más masculina que puedo imitar, me acerco al piano y empiezo a tocar. Charles se gira hacia el escenario, me ve y me sonríe con sus blancos dientes. Poco después la banda se une a mí y empieza a tocar. La gente comienza a bailar y, por una vez en mucho tiempo, me siento completamente realizada.
Cuando se da por terminado el espectáculo, Charles sale al escenario y pronuncia las palabras que más me han marcado: “Todo ese jazz”. Después se acerca y me susurra al oído que se alegra de que no haya renunciado a la plaza de pianista.
Años después, mi secreto no se ha descubierto. Soy uno de los pianistas más aclamados del país. Soy mujer de día y hombre de noche y voy a seguir siéndolo hasta el fin de mis días.