CONVERSIÓN
Apagué las luces y el motor del coche para que no notara mi llegada. Tenía la casa a mi derecha y no se veían luces encendidas. Salí del coche y fui caminando hasta la puerta del garaje. Sabía que allí guardaba una copia de la llave de entrada, por si algún día la perdía. Metí la llave con sumo cuidado y sin hacer ruido cerré la puerta. Todo estaba oscuro. Aun así podía apreciar la horrible decoración que tenía en el vestíbulo. Solamente por ese detalle merecía que lo mataran.
Subí sigilosamente las escaleras que conducían a las habitaciones y escuchaba de fondo el repicar del agua en la ducha. Un cigarro humeaba en el cenicero, al lado de la cama. No hacía mucho que se había metido en el baño. Lo encendía para acabarlo antes de ir a dormir. Era el momento. Ya llevaba meses haciéndome la vida imposible en el departamento de homicidios, y sólo se me ocurría una fórmula para eliminarlo. Ver tantos crímenes me había convertido en toda una experta. El próximo año seré directora de departamento y no iba a consentir tener ninguna competencia.
Abrí lentamente la puerta del baño y el vaho enteló mis gafas. El ruido del agua amortiguó el chirriar de la puerta. Mi corazón no paraba de bombear de una manera alocada. Saqué la navaja que llevaba en el bolsillo del pantalón y no me lo pensé dos veces. Corrí la puerta de la mampara y me miró sorprendido. Aún recuerdo esos ojos clavados en mi cara. Articuló un ̈pero ̈ que no logró terminar cuando en tres ocasiones ya le había clavado la navaja en el bajo vientre y ,asustada por no querer seguir atravesando su cuerpo, en la última, desgarré la carne hacia arriba dejando que el cuerpo cayera a plomo encima del plato de ducha, cuya agua iba coloreando a medida que sus heridas emanaban sangre cual grifo mal cerrado.
Lancé el cuchillo sobre el suelo y me senté en el bidé. Me quede mirando su cara con los ojos abiertos, que parecían querer decirme algo. Su boca torcida se iba llenando de agua y su fofa silueta yacía como si de un saco de arena se tratara. No sé cómo pude casarme con él. Supongo que el compartir profesión me llamó la atención, pero sus continuos menosprecios en la comisaría ya colmaron mi paciencia. Maldita sea, había matado a mi ex marido. Lo necesitaba.
No había experimentado ninguna nausea. Tantos años viendo cadáveres me había inmunizado. Dibujaba mis dedos de la mano izquierda con su sangre, mientras notaba una sensación reconfortante y de satisfacción por el trabajo bien hecho. Tanto era así que en ningún momento pensé en deshacerme del cuerpo. Meditaba. Estaba en el lado equivocado. Ese crimen no estaba minando mi moralidad, si no al contrario, más bien me hacía sentir realizada. Olía a placer. Me levanté y me senté en su cama. Me acabe su cigarro. Recogí la navaja y me quede mirándolo por última vez. Nunca entendí porque los asesinos mataban para mitigar sus frustraciones de la infancia, según me explicaron en mis estudios de psicología. Me quedó claro. Mis padres estarían orgullosos de lo que habían creado. Ser asesino no se estudia. Ser asesino no se enseña. Nada te ampara y no se declara. Heredado y ocultado . Surge. Ahora lo iba a disfrutar.
Permanecí recta frente al cadáver con los puños bien cerrados. Respiré hondo. Yo misma me ovacioné recordando el duro camino recorrido. Otra víctima se abre paso en mi mente mientras abandono el escenario de mi estreno. Había encontrado mi vocación.