El artista del café
La terraza de la cafetería era bellísima. A las once de la mañana el sol iluminaba de lleno sus sillas y mesas. Caía como un baño de luz sobre los cruasanes, los brioixos y los hombres y mujeres que, vestidos ni muy formales ni muy veraniegos (era otoño, por cierto), charlaban sobre sus asuntos.
Una camarera iba de mesa en mesa, asegurándose de que todos los clientes tuvieran lo que quisieran y deseando que las campanas de Santa María del Mar tocasen las doce del mediodía, hora en que salía del trabajo.
Por los cristales que había en las paredes de la cafetería se veía el interior, aunque estuvieran un poco empañados por el polvo de los años. Dentro, una mesa estaba ocupada. Era la que estaba más hacia fuera, la mejor iluminada.
Narcís, un joven estudiante de filosofía, era quien la ocupaba. Un periódico, un cuaderno y un café solo. No necesitaba más que eso.
Del respaldo de su silla colgaba una bolsa negra, de cuero, llena a reventar.
Sobresalía un manojo de pinceles, de los que Narcís cogió uno y se lo llevó a la mesa. Partió el saquito de azúcar que había en el platillo del café por la mitad, dejando caer los granos sobre la taza.
Sopló el humo que subía del café, y, a continuación, metió el pincel dentro. Lo removió como se remueve el café con una cucharita después de ponerle un terrón de azúcar, y lo sacó de nuevo. Acercó el pincel al cuaderno, que acababa de abrir, y dibujó una sonrisa. Las manos le temblaban un poco, y no es que hiciera frío en especial. Siempre se ponía nervioso cuando empezaba a pintar. Dudaba de por dónde debía dar el primer golpe de color. No le gustaba esbozar antes sobre el mismo papel lo que iba a pintar después. No lo veía natural. Creía que la pintura también podía ser improvisada y fresca, aunque algunos artistas (a menudo los más academicistas) se negasen a creerlo.
Trazó la segunda línea, que cruzaba la que primero había pintado, y, a partir de entonces, todo fluyó. El nerviosismo desapareció, también su torpeza e, inclinando la cabeza cada vez más y más hacia el cuaderno, se dejó llevar.
En dos minutos había acabado de pintar un retrato. ¿Que de quién era? De nadie. Él retrataba personas que no existían, o mejor dicho: lo que hacía era reunir partes de diferentes personas que había observado a lo largo de días y las ponía en común. Eran como esos collages que la gente del kitsch hacía con recortes de revistas de moda.
A Narcís le gustaba quedarse mirando fijamente a las personas por la calle, y más aún cuando se trataba de barceloneses o extranjeros. Tras haber vivido durante toda su infancia y adolescencia en un aburrido pueblo en el que nunca pasaba nada ni nunca se veían caras nuevas, valoraba bastante el rodearse de personas exóticas y originales. De entre los tipos de personas que más le inspiraban estaban las chicas y los chicos franceses. Ellas con su bohemia y derroches de naturalidad casera, y ellos con su seriedad y desconfianza tan atractiva. Soñaba con ir a París, pero ya se conformaba con lo que tenía. Quería demasiado a su familia como para alejarse tanto de ella, aunque más de una vez se hubiera planteado viajar, cambiar de aires…
Era un artista del siglo XXI, y, como tal, estaba abierto a todas las sugerencias y novedades que pudieran aparecer. Aún no había expuesto en ninguna galería ni museo, pero tampoco era algo que le preocupara. Había dado sus primeros pasos en revistas de arte, y vendiendo sus obras de pequeño formato a familiares y conocidos.
Tenía una caja de acuarelas de buenísima calidad, una de óleos de la marca Rembrandt, y, sin embargo, había una técnica por la que sentía cierta debilidad y que no figuraba entre esas. Café. Tomar café y pintar con café. Todo a la vez. Amar el café, y, por ello, dedicarle su arte.
Bebía café desde los ocho años, pero hacía dos que había descubierto para qué podía utilizarlo además de para activarse por las mañanas.
La técnica del café la había aprendido en el taller de Marga, quien había sido su profesora de dibujo desde que tenía diez años.
Al conocer la técnica creyó haber descubierto América, y es que, para él, expresarse con café no solo significaba «expresarse con café». Había leído libros sobre plantaciones de café, había oído historias con tazas de por medio. En el café veía la amargura de los tiempos más críticos, duros, de caída… y, a la vez, la elegancia de lugares tan míticos como el café de Flore y su fauna más existencialista: Sartre, Simone de Beauvoir, Camus…
El café limitaba su paleta a los diferentes tonos de marrón. Eso le bastaba. No necesitaba ni azules ni fucsias al igual que la fotografía se había conformado con el blanco y negro hasta que a alguien se le ocurrió mancharla con color.
Puede parecer algo insignificante, una cosa a la que nadie le daría importancia, pero que a Narcís ese detalle no le diese igual era suficiente como para crear toda una historia basándose en ello.
La aguja más larga de su reloj de muñeca rozaba el once. Llevaba ya media hora pintando. Cuando lo hacía los minutos se dividía, y, mientras el mundo vivía las horas, él las notaba como si fuesen solo medias.
En cuando acabó el retrato le dio una segunda capa. Bebía un sorbo, y, a continuación, pegaba dos pinceladas a la página del cuaderno. Lo iba haciendo así, consecutivamente, sin detenerse, entreteniéndose. Así siguió sin parar hasta que dieron las doce y, al mismo tiempo que la camarera que había esperado impaciente a su hora de salida se desataba su uniforme, él se despedía con la mano, cuaderno bajo el brazo y bolsa en mano. Iba de vuelta a su piso, en la calle Tallers, donde vivía y estudiaba con la tranquilidad del que no tiene nada más que hacer.
El piso era más pequeño que grande, pero tampoco era algo a lo que realmente le diese importancia. Debía dinero a unas cuantas personas, no llevaba un ritmo de vida demasiado estable y, la verdad, no parecía que su éxito estuviera a la vuelta de la esquina. Se negaba a frustrarse por todo ello. «La vida es demasiado corta como para malgastarla con preocupaciones que pueden dejarse para más tarde», se decía a sí mismo. Su filosofía podría parecer barata y perezosa, nada que alguien ambicioso desease, pero tampoco hacía daño a nadie. Él solo quería pintar con su café y vivir para el arte.
A veces, al pensar en su situación, le entraba un poco de ansiedad. En esos días en lugar de ponerle un saquito de azúcar al café le ponía dos, y así endulzaba su vida, su obra, y todo. La solución para sus problemas estaba en el cafetizar.