Con el tiempo nadie puede
Ese día, fui a la relojería. Tenía muchísima prisa, pero decidí ir antes de realizar las cientos de miles de reuniones que me aguardaban en esa misma tarde. No soportaba no saber que hora era.
Ya hacía varios días que convivía con ese gran problema. Se había parado a las doce y cuarenta-i-siete minutos. No era ningún misterio, tampoco la primera vez que le pasaba, lo cierto, es que ya había sucedido un par de veces anteriormente. Me costó una fortuna y no iba a permitir que se echase a perder.
Jamás había acudido con tanta frecuencia al relojero. De hecho, él ya me conocía. Aún así no habíamos hecho muchas amistades. En realidad yo pensaba en él, como el señor más odioso del mundo. Su aspecto, por el contrario, parecía amigable. Era un hombre mayor, de gran estatura y cabellera blanca recogida en una coleta. Supongo que la visión que daba de felicidad era tan irritante que desquiciaba con facilidad. Aunque siempre que me veía me sonreía, mi enemistad con él se debía a un encuentro anterior. Esas sonrisas eran en el fondo iban cargadas de hostilidad, falsas bajo un manto de rabia.
En el acontecimiento mencionado, tardó media hora únicamente para reponer la pila, ya sin energía. Yo como de costumbre, tenía mucha prisa. En ese momento fui una de las personas más repelentes que puedes llegar a encontrar en esta vida, lo reconozco, y merecí el revés que recibí.
- Puede ir un poco más rápido señor? No tengo todo el día! Sabe quien soy yo? Soy una diseñadora muy reconocida y tengo una importante reunión. Mi tiempo es oro!
- Y quien lo pierde es bobo! Me va a decir a mi señora lo que es el tiempo? – me contestó señalando los relojes a su alrededor con una expresión burleta. – debería usted relajarse i contener su egocentrismo.
No supe que responder con lo que opté por tragarme el orgullo y admitir mi derrota. Finalmente me entregó el reloj y me marché refunfuñando palabras poco agradables entre dientes.
Pero en esta ocasión, el problema era más complejo, no se trataba de una simple pila, ya que yo misma había intentado reemplazarla y no recuperaba su funcionamiento. Únicamente lo intenté para no tener que acudir a ese hombre. Es por eso que no tuve más remedio que volver al establecimiento del “fabuloso” relojero a que me lo arreglara. Podría haber ido a otro, pero creí que era una pérdida de tiempo buscar dónde había otra persona que me pudiera ayudar sabiendo que ése era tan cercano a mi casa. Y así fue como fui esa misma tarde.
De la misma manera que siempre, no había nadie en el establecimiento con lo que al entrar ya me atendió a mi. No entendía como podía sobrevivir el hombre con su negocio…
- Algún problema amiga mía? – acercándose al lugar en el que me encontraba dando saltitos adornado con una picaresca sonrisa.
- Sí. – le respondí tajantemente – Se ha vuelto a estropear. Cuánto tardará en arreglarlo? Recuerde lo que le dije la última vez.
- Tiempo al tiempo, el mundo no se hizo en un día, señorita egocéntrica –formulando por segunda vez la dichosa palabra sin siquiera intentar disimular su expresión de diversión mientras volvía a observar todos los relojes de su alrededor.
- Así trata a los clientes? Ojalá se quede sin. En realidad por lo que veo no tiene demasiados… Pobre desamparado! – arremetí.
El me miró, con cara de odio, durante una milésima de segundo. Fue como una puñalada por la espalda. Supongo que se debió al mal funcionamiento del negocio. Esa simple oración fue la que desencadenó todos los hechos.
- No hay tiempo para hablar de eso, de hecho voy a cerrar ya, mañana me lo viene a buscar. – recuperando su inquietante rostro sonriente.
Comprendí entonces su juego, y me desquiciaba perder. Todo residía en el tiempo. Me puso tan nerviosa que acepté irlo buscar a la mañana siguiente sin intentar resistirme.
Fui extremadamente antipática pero no era el momento de pensar en el reloj sino en la cena que iba a compartir con el diseñador Jean-Baptiste de la Fouchardie, uno de los mejores diseñadores franceses de todos los tiempos. Llevaba semanas esperando ese momento y el odioso hombre no me iba a arrebatar mi felicidad.
Había dormido mal, me inquietaba ese hombre, esta vez quería ser yo la que ganara la batalla que se libraba en ese pequeño campo de entre su ingenio i el mío a la mañana siguiente. Estuve así gran parte de la noche imaginando todo le que le podría decir en vez de atender al gran Jean-Baptiste. No estaba dispuesta a quedar en ridículo por tercera vez, esta vez no. Estaba decidida a salir vencedora recobrando mi orgullo.
Me acerqué a la puerta, parecía un duelo como los de las películas de vaqueros. Él me observó, yo lo miré fijamente durante unos interminables instantes hasta que me decidí a entrar.
- Buenos días buen hombre, que tiempo tan malo, verdad? Parece que vaya a diluviar -creí que esa frase tan sutil sería suficientemente ingeniosa para empezar.
- Cierto es, pero no hace falta que hablemos de banalidades, aquí tiene su reloj – dijo sin inmutarse. –serán trece con cincuenta por favor.
- ¡Qué caro! Con los tiempos que corren… - volví a la carga para irritarle.
- Cuan graciosa que está usted hoy señora, pero a este hombre no le tomará el pelo, buenos días y hasta pronto.
- Sí, sí ya me marcho, no le haré perder más el tiempo. – despidiéndome de él
- Quien ríe último, ríe mejor – mientras salía yo por la puerta
Esa última frase me inquietó, qué me podía hacer a mí? Nada. Había vencido, era el final, la guerra había terminado.
El reloj me lo dio en una bolsita pequeña que estaba sellada y la abrí mientras andaba en dirección a casa. Debía volver a ponerme el artilugio antes de que me volviese loca, y así lo hice.
Lo mire orgullosa durante unos segundos, era más lista que el viejo hombre, ese mi trofeo. O eso creí. Porque mientras me regocijaba, me fijé atentamente en el reloj y el tiempo iba al revés, las agujas se movían en sentido anti horario.
En un ataque de ira volví a la tienda y entré vociferando. En ese momento el hombre estalló entre risas.
- Buenas tardes, algún otro problema? – hablando con dificultad debido a su mueca de felicidad.
- Mi reloj! –le grité
- Dicen que el tiempo es la guerra… bueno, de hecho el suyo es oro me dijo usted. Es por eso que he decidido hacerla rica, le parece bien? Como yo soy un pobre desamparado, he decidido que al menos usted podría tener más.
- Sí! Es decir pues claro que no! – dije ante la confusión de los hechos.
- No se enfade, tómese su tiempo, éste lo cura todo. – dijo mientras se retorcía de risa, cosa que aún me enfurecía más
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Pensé que estaba loco. ¿Qué persona medianamente sensata habría cometido semejante salvajada? ¿Cómo se puede tratar así de mal a un cliente? Quizás simplemente era un hombre aburrido de la rutina que quería divertirse. Pues conmigo no lo haría.
- Sabe usted las consecuencias legales que puede tener este hecho?- amenacé.
- No, cuéntemelo, si tiene tiempo claro… -respondió, siguiendo su curioso juego.
- ¡Puede hasta ir a la cárcel!
- ¿Va ir a la cárcel un anciano demente al cual le queda tan poco tiempo de vida? – Esa pregunta me hizo reflexionar y evadí de mi cabeza cualquier venganza legal.
- ¿Cómo se le ocurre actuar así? Parece un crío…
- Únicamente mato el tiempo, es aburrido este trabajo. – aclaró, usando la maldita palabra.
Mi furia crecía a la vez que mi decepción ante la nueva derrota, mi victoria era solo un paso para llegar a su triunfo.
- Aaaaah, no le soporto, me voy. Y encima llueve, pero que día….
- Tranquila señora, al mal tiempo buena cara!
- Buenas tardes y adiós, hasta nunca.
- Solo el tiempo nos lo dirá. Adiós. Y recuerde: cada uno es maestro en su oficio. Creía usted ser más lista que yo?