FLOR DE LOTO En aquella época, y eso que tampoco hace tantos años, los meses de noviembre eran de verdad y lo normal cada día era tener que subirte el cuello del abrigo para protegerte del viento o de una lluvia fina que te podía calar. Aquella tarde de otoño no fue diferente y cuando salió del estudio de grabación llovía. Todo tenía un brillo especial: la calzada, las aceras, los coches; una sensación exagerada de realismo que sólo la combinación de la lluvia y la luz de una tarde nublada conseguían. Le parecía que nunca había visto la Ciudad con esos ojos, pero esa tarde de noviembre estaba eufórico y todo era diferente. Lo había conseguido. Desde el día de la muerte de su amigo, vivía con la obsesión de dedicarle un disco. El disco perfecto, el que pudiera liberarle de la culpa de haber abusado de su trabajo y de negarle la parte del éxito que le correspondía, que él, sin pensarlo demasiado, no había sabido compartir. Estaba atormentado, la culpa le dolía y más cuando sabía que su amigo había aguantado su segundo plano con muy pocas recriminaciones, cuestionándole las decisiones musicales, pero nunca las personales, sabiendo dominar una personalidad dura, demasiado acostumbrada a soportar rechazo. Tres meses antes, cuando el verano empezaba a sentir un poco de piedad por las personas, había juntado a su orquesta para grabar el disco: un puñado de canciones compuestas por su amigo, canciones que todos sabían de memoria y podían tocar con los ojos cerrados. Ese era el homenaje que le harían. Nadie, ningún músico, se asustó cuando dijo que el disco tenía que ser perfecto. Siempre lo decía y casi siempre les salía perfecto. Sólo un par de pequeños detalles: añadirían dos canciones escritas por su amigo mientras estaba en el hospital, nada que no pudieran asumir sin problemas La grabación fue un poco más larga de lo normal y la exigencia mayor. Los primeros días nadie le dio demasiada importancia, sólo hacía poco más de dos meses que su amigo había muerto y en los conciertos del verano se había comportado casi igual: ensayos largos, muchas veces por su culpa, repeticiones y más repeticiones, algunas discusiones agrias y muchas más suaves, más de 2 un portazo de un músico cansado y sobre todo tristeza. El ritmo y la musicalidad habían cambiado. Todo era un poco más triste y esta tristeza se podía notar en canciones que siempre tenían el punto de alegría necesario para que la gente saliera a bailar o si no podían hacerlo porque el espacio de una sala de conciertos lo impedía, que se movieran discretamente en sus asientos intentando no llamar la atención de los que estaban sentados a su alrededor. Hubo demasiadas sesiones de grabación y demasiadas repeticiones. Las discusiones de los conciertos del verano se repitieron. Que si un acorde, que si una nota, que si el tempo. Casi nada le parecía bien. De hecho era el único que no estaba contento: todos los demás pensaban que se estaba consiguiendo el disco que su amigo merecía. Brillante, hermoso, redondo. Las grabaciones acabaron y a él le seguía pareciendo que nada había salido como hubiera querido. Y lo peor es que se había enfadado con varios de los músicos de la orquesta; de hecho, con casi todos y, en algunos casos, sabía que las costuras que se habían roto iban a ser difícil de arreglar. Había llegado dos días antes a la ciudad para escuchar las pruebas, que ya eran las finales. Había avisado al estudio de grabación que llegaría tarde. Quería descansar un poco más y desayunar tranquilamente. A ver si de esa manera lograba levantar un ánimo que se encontraba demasiado bajo. Además estaba seguro de que no se había conseguido lo que él buscaba y, por eso, llegar un poco antes o un poco más tarde, le resultaba indiferente. Mientras desayunaba, ese desayuno que le debía dar un poco de fuerzas para ir al estudio – aunque lo que realmente necesitaba eran ganas- y escuchar las versiones finales de las canciones recibió una llamada del estudio. No es que fuera urgente que fuera hacia allá, pero mejor que se diera prisa. Había algo que querían enseñarle. O mejor, que lo escuchara. Era mejor que intentar explicar de qué se trataba, Confíe en nosotros, le repitieron varias veces. Verá qué sorpresa. Decidió que iba a llegar antes. Todo aquello que tenía que hacer podía esperar y el desayuno podía acortarse sin problemas. Se acabó de vestir, bajó a la calle y aunque cogió un taxi sin saber muy bien por qué tanta prisa, había algo que le estimulaba.3 Quince minutos de taxi y llegó al estudio. Enseguida le explicaron de qué se trataba. Sabían que no estaba muy contento con las canciones grabadas, pero habían encontrado una joya. No me toméis el pelo, por favor. He escuchado todas las canciones y ninguna es esa joya. No, no era nada de eso. Le preguntaron si se acordaba de un día que, al acabar la grabación, él se puso a tocar el piano. Realmente no se acordaba. La pregunta era tonta, porque siempre, al final de la sesión, se sentaba al piano y tocaba cualquier cosa. Eso le relajaba. A muchos de sus músicos les gustaba ir a tomar una copa después del trabajo. A él también, pero siempre después de unos pocos minutos de soledad al piano. Aquel día no fue una excepción y la casualidad hizo que el técnico la grabara. Acabaron la sesión y se sentó al piano. Y tocó. Tocó mientras todos recogían sus instrumentos y hablaban sin parar. Y eso es lo que se oye: un pianista tocando una pieza con la despreocupación del que sabe que nadie le escucha y en la que los errores no importan. Pero ese día fue diferente. Se puso a tocar, mientras que el ruido de fondo de los músicos no paraba. No le importó si tocaba bien o no, al fin y al cabo, sabía que nunca había llegado a ser un buen pianista. Haciendo otras cosas era excepcional, casi un genio. Ah, pero tocar el piano no era lo que mejor se le daba. Y, de repente, la magia. Unos acordes y los ruidos de los músicos empiezan a cesar. Y casi desaparecen. Allí estaba la música como sentimiento absoluto: memoria, dolor, agradecimiento, amistad y remordimiento. Cuando, después de varias horas de trabajo, volvió a su casa, no lo hizo en taxi: Se colocó el sombrero, se volvió a subir el cuello de la gabardina y empezó a andar. Estaba feliz y quería aprovechar se momento: la música, la paz, su amigo, la luz de la ciudad y aquel charco que pisó sin darse cuenta y que le transportó a una infancia de juegos en los charcos y olor a tierra mojada tras la lluvia.