EL TREN
“¡Mierda, ése es el mío!” pienso. No tardo ni una décima de segundo en
agarrar el maletín negro por las asas de cuero y echar a correr. Miro a
izquierda y derecha, compruebo que no venga ningún coche y cruzo la
carretera pasando por alto que solo quedan 8 segundos para que el semáforo
cambie a verde. “¡Se me va, se me va!”. Entro corriendo a la estación y saco el
arrugado ticket del bolsillo. Lo meto en la máquina a toda prisa y… “título
agotado”. “¡Tiene que ser una broma!” Miro a mi derecha y veo una chica a
punto de meter el billete en la máquina. Sin pensármelo un segundo me coloco
al lado de la puerta y paso detrás de ella sin que se note. “Vale, dentro. ¡Mi
tren!” Ya en el andén escucho ese <bip, bip, bip, bip> que tan nervioso me
pone y echo a correr sin pensármelo. Suerte que cojo el tren con dirección
Hospitalet de Llobregat y no tengo que cambiar de vía. Antes de que las
puertas se cierren, una chica con vista dentro del vagón se percata de mi
apresurada llegada y pulsa el botón verde para que las puertas se mantengan
abiertas. “¡Gracias a Dios!” Hago un último esfuerzo y coloco a toda prisa mi
zapato de charol negro entre las dos puertas antes de que se cierren por última
vez, un poco de presión y… ¡al fin dentro! Estoy verdaderamente exhausto. Era
o ese tren o ninguno. Miro a izquierda y derecha al mismo tiempo que me aflojo
un poco la corbata y trato de secarme las gotas de sudor de la frente. Exhalo
un “gracias” a la chica que antes había pulsado el botón verde y bajo la cabeza
con cordialidad. Ella se limita a sonreír.
El tren se pone en marcha y tengo que cogerme a la barandilla del techo
para no caerme. Antes de buscar asiento, echo un vistazo rápido al vagón: no
está lleno, aun encontraré un hueco. Miro a mi derecha y veo un par de
conjuntos de cuatro asientos. Me decanto por el de la izquierda ya que tiene
vistas al mar. Tomo asiento al lado de una mujer de unos cincuenta años que lo
primero que hace es mirarme de arriba a abajo. Vale, sí, estoy sudado y
entiendo que le moleste pero no puedo hacer nada para remediarlo. Me quito la
americana y la coloco encima de mis piernas cruzadas sobre las que se apoya
mi maletín negro. Miro de reojo a la derecha y veo que la señora aparta
rápidamente la vista y gira su cabeza hacia la ventana. La mujer no tarda en
perder su mente el horizonte. Parece recordar tiempos pasados. Parece sentir
melancolía, como si aquél tren le trajera recuerdos de ves a saber qué o ves a
saber quién. Tiene la mirada perdida y los ojos vacíos. Parece tener el corazón
hueco, como si… Dejémoslo; la situación me produce un escalofrío y me
decanto por mirar hacia adelante como si no hubiese pasado nada.
Delante de mí está sentado un hombre de unos sesenta años que ojea
un periódico con interés. No parece preocuparle lo que sucede a su alrededor.
Fijo la mirada en su periódico y vislumbro un titular “20 muertes…” no puedo
leer nada más. Otra vez un escalofrío.
Decido aislarme de aquel vagón por unos minutos y saco mi móvil para
comprobar el correo. El mensaje de mi jefe sigue ahí. Por suerte he podido
coger el tren y llegaré a tiempo para la reunión. Vuelvo a la pantalla de inicio
del móvil con la intención de jugar a cualquier juego que me distraiga. De
repente se abre la puerta del vagón, la que comunica con los otros vagones del
tren. De ella sale un hombre con un cesto y paquetes de pañuelos de papel. El
hombre va colocando los paquetes en los asientos sin que nadie muestre
ningún tipo de interés hacia él. Se acerca al conjunto de cuatro asientos que
queda a mi izquierda y deja un paquete en el único asiento libre. Encima del
paquete hay un papel, “debe poner algo sobre su familia y esas cosas”; pienso.
Fuerzo mi vista para ver qué hay escrito en ese papel y mil letras se
entrecruzan delante de mis ojos. “Muerte” es la única palabra que puedo leer
con claridad. Un escalofrío me recorre el cuerpo.
Pasados unos 30 segundos el hombre está de vuelta recogiendo los
paquetes de pañuelos que antes había colocado. Pasa por mi lado y recoge el
paquete y el papel que yo antes había intentado leer. Instintivamente giro mi
cabeza hacia él y lo veo. Sus ojos… están vacíos. Me mira fijamente y a la vez
mira a la nada. Otro escalofrío me recorre el cuerpo y oigo aquél mítico
“próxima parada…” Suerte de esa voz que consigue alejarme de mis
pensamientos.
Desbloqueo la pantalla del móvil y me fijo en la hora. Ya han pasado
quince minutos des de que estoy ahí metido. El tiempo parece pasar mucho
más lento allí dentro, qué sensación más rara. Ese tren no me gusta, no me
gusta nada. Suerte que solo quedan dos paradas para llegar a mi destino; la
exposición debe estar a punto de empezar. De repente vuelve a mi mente la
imagen del hombre del cesto y un primer plano de sus ojos se me queda
grabado en la mente. Tengo la sensación de que jamás podré olvidar aquella
mirada. El hombre ya no está. Tratando de olvidar lo sucedido hasta el
momento en ese tren, miro por la ventana y me fijo en el mar azul y cristalino.
El vidrio de la ventana refleja el móvil de la chica que está sentada al lado del
señor del periódico. No suelo ser cotilla, pero la claridad de la pantalla reflejada
me llama la atención. Sin poderlo evitar miro su móvil y la conversación que
tiene abierta. Parece que habla con un chico llamado… No consigo leer el
nombre que encabeza la conversación. Hablan de… no puedo leerlo, veo
borrosas las primeras palabras y conforme va avanzando la conversación cada
vez puedo leer menos. Pone… Hay una palabra escrita que parece que pued...
“muerte”. Otro escalofrío. Éste sí que me ha pillado por sorpresa. La chica
parece percatarse de mi extrema curiosidad y alza la vista. Su mirada se clava
en mis ojos y de nuevo lo único que veo son dos cuencos vacíos.
Bajo rápidamente la vista y me levanto apresuradamente del asiento del
vagón. Me alarmo al escuchar el rebote de mi móvil contra el suelo. Pero qué
torpe soy. Me agacho a recogerlo y alzo la vista en cuanto lo tengo bien
agarrado, por suerte sigue intacto. Miro al final de todo del vagón y una niebla
me nubla los ojos. Qué sensación más rara. Quiero escapar de ahí como sea.
Todos los pares de ojos que hay en el vagón se clavan en mi nuca. Noto como
si un mar de oscuridad me estuviera mirando fijamente. Un sudor frío me
resbala por la frente pero intento actuar con total normalidad. La parada está
próxima. Me sujeto a la barandilla vertical que hay al lado de la puerta de salida
y dudo en echar la vista atrás o no hacerlo. Me decanto por la segunda opción.
Aún noto esas miradas en la nuca.
He llegado a mi destino. Las puertas del tren se abren lentamente y
antes de pisar el escalón de salida, exhalo de manera que libero toda la tensión
acumulada anteriormente. Bajo del vagón y establezco mis dos pies en el
andén. Noto como las puertas del tren se cierran detrás de mí. Entonces decido
darme la vuelta por última vez. Es entonces cuando me doy cuenta de que el
vagón en el cual viajaba hace solo unos segundos está completamente vacío.