RADIOGRAFÍA DE MI BARRIO
Tang, tang, tang, tang, tang, tang!! Las campanas de la Iglesia de Sant Pau, centro
neurálgico de mi barrio, indican que son las seis de la tarde. No hay ni un solo feligrés,
pero lejos de estar vacía, en los bajos del templo hay una bulliciosa actividad. Una gran
cantidad de inmigrantes están llegando a esta misma hora para recibir sus clases.
Muchos de ellos son chicos y chicas de mi misma edad, incluso de mi misma escuela, que
se refugian entre las paredes de un edificio de una religión que les es ajena, ya que en su
casa no tienen el clima de estudio adecuado. Otro tanto son adultos recién llegados al
viejo continente, que intentan integrarse en nuestra sociedad aprendiendo el idioma, a
leer y a escribir. A escasos diez metros, un grupo de jóvenes juegan al gato y el ratón con
la policía. Unos pretenden esconder la droga para consumirla o traficar con ella y los otros
procuran impedirlo. No es raro ver como los policías piden la documentación y cachean a
los jóvenes, que muestran una actitud desafiante y chulesca ante la autoridad. En la
puerta de uno de los laterales del edificio, las madres de algunos de esos chavales que
burlan sistemáticamente la ley, piden ropa y comida a la caridad.
En mi barrio hay gente muy pintoresca, sin ir más lejos, en la misma calle de la parroquia,
en un antiguo comercio reconvertido a vivienda, suelo ver a un hombre que me recuerda a
un personaje de circo que esbozó Picasso y que apodó Tío Pepe, con un peligroso
sobrepeso, sentado en su butaca a menos de un metro de la televisión. Este hombre solo
lo he visto salir de su casa un par de veces y las dos han sido para ir a comprar algo a un
pequeño colmado que siempre huele a pan industrial recién hecho que hay en la misma
esquina. En dicho establecimiento suele haber un grupo de hombres de color discutiendo
en francés. Los participantes en estos debates suelen ser los clientes del local y el
hombre que lo regenta.
En estos días de marzo, los ciruelos rojos están en plena floración, justo enfrente de la
puerta principal de Sant Pau. Dos de ellos flanquean la entrada de un comercio, donde se
puede leer en un rótulo: Carnicería Islámica Rif. Es una pequeña tienda regentada por
una señora árabe, donde se vende un poco de todo y naturalmente carne sacrificada al
estilo islámico. A veces para una furgoneta delante de la puerta de la que descargan unos
fardos de menta que perfuman toda la calle. El marido de la dueña ayuda a descargarlos.
Es un hombre con los típicos rasgos árabes. Nariz aguileña, piel bronceada y una larga y
poblada barba blanca. Siempre viste con chilaba que le llega hasta los pies, con un
pequeño gorro blanco llamado taqiyah y calza babuchas. Mi padre me suele comentar
que a él le gustaría pintarlo como hizo en su día Marià Fortuny. A veces se sienta tomar el
sol en los bancos del parque, muy cerca de donde se juntan un grupo de chicos gitanos
que pasan el día oyendo cantar a sus jilgueros metidos en pequeñas jaulas.
Los campesinos que cultivaban estas tierras en la década de los 40 nunca se hubieran
podido imaginar que nuestro barrio llegaría a ser nunca tan multicultural. Tampoco que se
lo hubiesen imaginado los primeros inmigrantes andaluces que ocuparon las humildes
viviendas de protección oficial. Pese a las diferencias físicas y culturales de los vecinos de
mi barrio, siempre hay un gran respeto entre nosotros. Este respeto se puede ver
reflejado siempre en las Fiestas del Palau, donde todos compartimos mesa.
Se me ha hecho muy tarde. Son casi las diez de la noche y otra campana interrumpe
nuestra cena. Salgo a mi balcón y observo como los cofrades pasean un montón cajas de
cartón llenas encima de un paso de madera al ritmo de la música que sale de un teléfono
móvil. Esta escena viene repitiéndose desde Navidades y culminará el Viernes Santo,
está vez con la virgen y una banda. En este día tan señalado para la religión católica, en
mi barrio se mezclarán los olores de los buñuelos de viento con el cuscús y el ting, ting,
ting, que da la campana del paso.